Memoria Analógica: La Guerra De Los Niños
Si es que no pasan más cosas porque Dios no quiere. Esta es la simpática frase que acostumbraba a decir mi madre mientras rociaba generosamente el raspón de mi rodilla con alcohol. Y, no contenta con eso, solía añadir: al final os haréis daño.
Por supuesto, un servidor, se guardaba muy bien de expresar su opinión de que, llevar las rótulas al aire, ya podía ser considerado una herida de cierta gravedad. No era plan de, además de lisiado de por vida, acabar con un guantazo dado. La costumbre de las madres de acallar los lloros con azotes es tan atemporal como el ponte una rebequita que luego refresca. Cualquier otra cosa, ha cambiado bastante desde aquellos primeros compases de los años ochenta. En los que, este que os escribe, vestía pantalón corto y jugaba en los descampados.
En aquellos años, salir a la calle era una aventura. Y lo hacíamos solos. Cada día. A jugar al mismo llano pedregoso donde medraban, por igual, las malas hierbas y las jeringuillas de los yonkis. Nuestras peleas eran a pedradas y nuestras espadas de madera, armas de destrucción masiva. ¡Y no las llevábamos precisamente de adorno! Al final de la jornada nunca faltaban chichones o moratones que lucir, cual medalla al valor, ante las niñas del barrio.
Tampoco era rara la visita al practicante, para que nos remendara un descalabro con un par de puntos. Puntos de verdad, claro. De esos de aguja e hilo. Ni soñar con ese pusilánime sucedáneo autoadhesivo de hoy en día. Que, por no dejar, no deja ni una triste cicatriz que enseñar, orgulloso, a los colegas.
Sería imposible enumerar tantos y tantos juegos infantiles: la comba, el elástico, el pilla-pilla, el poli-ladro, el trompo, las chapas, el sota-caballo-rayo, el futbol, el escondite, el tú la llevas, el pañuelo, el pollito ingles, el guiso…
No es de extrañar que llegáramos derrotados a la hora de la merienda. La energía infantil es infinita, dicen. Pero, vive dios, que, al menos en mi barrio, cerca estuvimos de alcanzar su límite. Y, después de tanto trajín, llegaba el momento del bocata de Nocilla sentados delante de la tele.
En toda casa había una película que caía, como poco, un par de veces al mes. En la mía fue, desde el día en que mi hermanita pequeña la descubrió, el primer largometraje de Parchís.
Quien no haya sido niño esos años, no puede, ni por asomo, intuir lo que supuso para esa generación. Pero está claro que, decir que «Fue un grupo musical infantil que triunfo en la primera mitad de la década de los ochenta», es quedarse muy corto.
El éxito de estos chavales fue apabullante. Aparecieron en el año 1979. Y hasta el 1983, cuando empezó su declive, teníamos Parchís hasta en la sopa. Llegaron a publicarse hasta seis discos en el mismo año. Se simultaneaban los lanzamientos en España y Sudamérica. Estaban en La Cometa Blanca y en Sabadabadá. Estaban en los especiales infantiles del Un, Dos, Tres. Hacían las cabeceras de las series de dibujos. Tenían sus propios álbumes de cromos… Pero, sobre todo, estaban en
La Película
Estrenada en 1980, La Guerra de Los Niños, cuenta la historia de un grupo de alumnos del colegio Santo Tomas de Aquino. Que viven mil aventuras para evitar, que el malvado Don Atilio, lo derribe. Con el objetivo de construir, en los mismos terrenos, una urbanización de lujo.
Dirigida por Javier Aguirre, La Guerra de los Niños es un claro exponente de cómo hacer las cosas rápido y mal…Y, aún así, tener suerte.
Está claro que el éxito del quinteto pedía a voces seguir explotando la gallina de los huevos de oro. Esta película suponía la consecuencia lógica de eso. Y la proximidad de las navidades motivo, sin duda, que se obrara con tantísima premura. Me atrevo a aventurar que los responsables del grupo, sorprendidos por el éxito del mismo, no confiaban en que este llegara, con igual fuerza, a la campaña navideña del siguiente año.
Siendo estas las circunstancias. No es de extrañar, que se buscara un buen puñado de mercenarios del séptimo arte y se pergeñara este divertimento a marchas forzadas. La maniobra funciono. Y, estrenada el 19 de diciembre de 1981, la película, supuso un notable éxito comercial. Artísticamente hablando, ya es otro cantar.
Parece ser que Javier Aguirre ya tenía escrito un guión sobre una película con niños. Y ese fue, sin apenas modificaciones, el que uso. Eso dio lugar a tener que improvisar sobre la marcha. Ya que, el guión original, presentaba un grupo de cuatro niños y un perro. Siendo uno de los niños, tal y como suelen decir las madres, fuertecito.
Eso obligó a introducir a un nuevo actor para el papel de Carlitos El Flaco. La gran mayoría (por no decir todas) las apariciones del personaje en pantalla hacían alusión a su evidente sobrepeso y, evidentemente, no había tiempo, ni de cambiar el libreto, ni de engordar a Tino.
También fueron necesarios otros cambios. Destinados a dar cabida en el film a todos los integrantes del grupo. Si os fijáis con atención, veréis que las apariciones de Gemma y Óscar (Fichas verde y azul, respectivamente) son meramente testimoniales. Eso es así porque sus personajes tampoco existían en el guión original, y se forzó su aparición tan solo para justificar su presencia en los números musicales.
Del resto del reparto hay poco que decir. Un buen puñado de profesionales de nuestra cinematografía. Grandísimos actores y actrices, sobrados de oficio. Y capaces de rodar lo mismo una comedia infantil, que una cinta de terror o un Destape.
No puedo dejar de mencionar, sin embargo, la presencia del extraordinario Manuel Alexandre. Grande entre los grandes, supo construir, con apenas unas líneas de dialogo, un par de miradas y unos cuantos gestos al más entrañable maestro de escuela que ha dado la cinematografía española.
Aunque ese maestro, Don Mati, entra ya de lleno en el terreno de
Mis Recuerdos
La programación infantil de esos años era de una calidad extraordinaria. Programas como Un Globo, dos globos, tres globos, La Cometa Blanca, Sabadabadá, El kiosko, La bola de Cristal o Cajón de Sastre nos fueron acompañando a lo largo de esos años. Mientras evolucionábamos, de tiernos infantes a pequeñas bestias, y de ahí, a inestables fuentes de hormonas en efervescencia.
Uno no puede recordar esos años sin que vengan a su cabeza decenas de personajes maravillosos. Y esos recuerdos tienen, por lo general, su propia banda sonora. La música era un elemento imprescindible de esos programas. Y al menos, en España, no se ha vuelto a conocer un auge semejante, en lo que a grupos musicales infantiles, se refiere. Durante un tiempo, en el paso de los setenta a los ochenta, Enrique y Ana, fueron los grandes triunfadores. Pero eso termino en el momento en que, Parchís, entro en escena. Su éxito fue inmediato y arrollador.
No exagero si digo que los adorábamos.
En cada casa había uno o varios casetes con sus canciones. Colgábamos posters en nuestras habitaciones y forrábamos con sus fotos nuestras carpetas. Así pues, es lógico que la película supusiera la auténtica locura. Nos aprendimos los diálogos y las canciones. Jugábamos a ser Parchís en la calle. E hicimos, de La Guerra de los Niños, nuestra propia guerra. Pero nadie, ni en mi casa, ni en mi barrio, ni en mi ciudad. Nadie en mi país. Y nadie en el mundo entero. Adoró esa película como lo hizo mi hermana pequeña.
Él porque una niña, que desde muy pequeñita, demostró una sincera e inquebrantable animadversión a cualquier sistema educativo. Apreciaba tanto, la historia de unos chavales que quieren salvar su colegio, es algo que jamás entenderé.
Como una criatura, que se refería a las religiosas, que impartían las clases en su colegió, como Las cucarachas. Adoraba un film en el que, el héroe de la función, era un bondadoso maestro. Que trata de mantener su colegio a salvo de los especuladores. Es una duda que, aún hoy, me corroe.
Sea como fuere, la adoraba. Y en casa esa película se vio muchas veces.
Pero muchas.
Muchísimas.
Más.
No fue la única, claro. Parchís, en esos años, tuvo una producción cinematográfica envidiable. Y todas y cada una de esas películas, fueron ostentando el título de favorita en el palmarés particular de la pequeña de la casa. Aunque hubo otras claro. Películas infantiles, o no tanto.
En esos años, incluso los inefables Pajares y Esteso, se animaron a dejar un poco de lado (solo un poco, eso sí) el Destape. Y a rodar una peli de esas con niños que cantan. Padres no hay más que dos, se llamaba aquella cosa.
Recuerdo que también nos gustaban mucho las películas de Marisol. Las de Joselito. Y también una de un chaval que se enamoraba de una ciega. Y se pasaba el día cantando, no se que, de una mochila azul.
¡Tantas y tantas películas! ¡Tantas y tantas canciones! No es de extrañar que uno acabe haciendo un homenaje a todo esto en forma de programa musical ¿no?
El caso es que cualquier historia con niños, o con música, o con ambas cosas pasaba a ser, inmediatamente, de las favoritas de la niña. A decir verdad, yo no es que les hiciera ascos. Pero ninguna llego jamás, al nivel de la que nos ocupa.
Sin embargo, el tiempo fue pasando. Mis gustos cinematográficos cambiaron. Y, las pelis de Parchís, dejaron, poco a poco, de ser de las mías. Es ahora, unos años después cuando me he atrevido a revisarlas y hacerme la, tan funesta pregunta:
¿Cómo le han sentado los años?
Es curioso lo poco que importa la calidad artística de un film, cuando este nos ha acompañado a lo largo de nuestra infancia.
Cuando me propuse volver a ver todas estas películas, ya sabía que esta, iba a ser una de las difíciles. La más pequeñita. La más insignificante de todas. Aquella, que ya incluso en aquellos años, sabíamos que no era más que una tontada. Un divertimento facilón y vacío. Sin otra razón de ser, que la de exprimir, aun más, la gallina de los huevos de oro que fueron, esos niños, a principios de aquella década.
Una cosa esta clara. La Guerra de Los niños no es una película para alguien que ya hace tiempo que pasó los cuarenta. Tampoco lo es para un niño de hoy en día. Criado con Bakugans, Gum Balls y Teen Titans. La Guerra de los Niños pertenece a esos años. Del mismo modo que los toboganes de chapa o los parques de grava.
Nunca podría decir que estamos hablando de una buena película…Pero no voy diré que es mala. Es un producto infantil para unos niños que hace ya mucho que dejaron de serlo, nada más.
Tampoco puedo recomendar a nadie que la vea. Pero si os diré que estuve sonriendo durante todo el metraje. Que me lo pase bien de verdad. Os diré que me sabía todos los diálogos. Que recordaba todas las escenas. Y que fue una gran alegría volver a ver a Don Mati, ese profesor que todos los niños quisimos tener alguna vez.
¿Qué como le han sentado los años? Es una pregunta muy difícil.
Esta película es una mañana de sábado de hace treinta años. Mi hermanita pequeña y yo estamos sentados delante de la tele. Mientras tanto, la mayor, ayuda a mama a hacer la casa. Y papa prepara la paella.
Esa mañana, hemos dejado a un lado nuestras habituales peleas. Y nos sentimos los dos, parte del Comando J. Y cantamos juntos esas canciones que, a fuerza de oírlas, ya nos sabemos de memoria. Casi está terminando cuando papa dice que la paella esta lista y mama nos llama a comer. No discutimos. Nos basta mirarnos para acordar tácitamente no liarla e ir a la mesa. Luego habrá tiempo de terminar de ver la peli o, incluso mejor, de volver a ponerla…
¿Qué si es mala? ¿Cómo va a ser malo algo que nos ha hecho tan felices?