Memoria Analógica: The Last Starfighter
Ahora somos ciudadanos serios y responsables. Somos ese funcionario que se levanta a las 6 de la mañana y, tras un café apresurado, llega a la misma oficina, día tras día, a rellenar los mismos impresos, a estampar el mismo odioso sello en el mismo odioso cuadradito: El de la esquina inferior derecha, señora. ¡No, ese no! el de su “otra” derecha.
O somos ese camarero, en planta desde antes del alba, con tiempo suficiente para encender la cafetera y la plancha y despachar, con un bostezo, el ritual diario de vestir la barra: Un platillo, una cucharilla, un sobre de azúcar; un platillo, una cucharilla, un sobre de azúcar…Y esperar, con más resignación que paciencia, la primera oleada de apresurados clientes: ¡Manolo! Un café con leche. La leche fría que voy tarde…
O, tal vez, seamos el panadero. Que se acuesta ahora que la ciudad empieza a desperezarse, que empezó su jornada, casi, cuando los demás apagaban la tele y ponían el despertador. Que se ha pasado la noche mezclando, amasando y horneando, para que los habituales del bar “Manolo” puedan, esa mañana, acompañar su café con la tradicional tostada con mantequilla. Todas esas personas, serias y aburridas, somos ahora pero, no siempre fue así. Hubo un tiempo en que fuimos más, mucho más que eso.
Un tiempo en que afrontábamos encarnizadas batallas contra invasores espaciales. Solos, iluminando la inconmensurable oscuridad del espacio profundo con los disparos de nuestros cañones láser. Con los nervios templados como el acero y a la espera de la siguiente oleada de enemigos. Esperando ser capaces de desentrañar a tiempo su nuevo plan de ataque.
Una época en que, vistiendo una brillante armadura y pertrechados de lanza, puñal, antorcha y hacha de batalla nos enfrentamos contra plagas de zombis putrefactos. Atravesamos cementerios, cavernas, helados paramos, solos contra las huestes del infierno para lograr rescatar a nuestra dama… O para perecer en el intento.
En ese entonces, fuimos luchadores callejeros. Enfrentados, sin más aval que nuestros puños, a decenas de bandas enemigas. Dispuestos a rescatar, una vez más, a nuestra chica o, en el peor de los casos, a vengar su muerte.
Fuimos soldados, fuimos pilotos, fuimos cazadores de vampiros…
Eran días en que, honor, valor y sabiduría se ponían en liza en el mismo lugar: El salón recreativo, Ágora y Arena donde se forjaron los sueños de los niños que fuimos. Donde nacieron las futuras pasiones de los hombres que llegaríamos a ser.
En esos antros supimos de lo efímero de la gloria y del dolor de la derrota. Arañamos la inmortalidad al estampar nuestras iniciales en lo más alto de la tabla de puntuaciones. Y descubrimos, cuando vimos nuestro sello desplazado cada vez más, por espacios en blanco, que los laureles del hoy se convierten, irremediablemente, en la vergüenza del mañana. Que tus hazañas no eran nada al compararlas con la de esos héroes anónimos que, ni tan siquiera, se molestaban en dejar su firma.
Allí, en definitiva, reímos y sufrimos; ganamos y perdimos pero, ambas: nuestras victorias y nuestras derrotas fueron, para aquellos chavales, grandiosas, heroicas, míticas. Fueron, más allá de cualquier otra consideración: Épicas.
Sí, todo esto que te estoy contando, te suena a chino. Si no eres capaz de recordar esa partida que levanto ovaciones a tu alrededor y te elevó, aunque solo fuera por un instante, a la categoría de héroe entonces, amigo mío, este film del que quiero hablar hoy no es para ti. No sabrás apreciar su grandeza.
No es tu culpa, tranquilo, simplemente es que nunca perteneciste a la generación de los caballeros del déjame una vida, los maestros del ¿te lo paso? y del ¿te tiro la magia?. No sufras, no es tan raro. No somos demasiados y, cuando ya no quedemos ninguno, todo eso se perderá, como lágrimas en la lluvia.
Bueno, todo no, aun nos quedara The Last Starfighter”
Así pues, creo que ha llegado ya el momento de hablar un poco de:
La Pelicula
Estrenada 2 años después de la fundacional Tron, The Last Starfighter se subía al carro de los novísimos efectos digitales para contar la historia de Alex, un adolescente que vive con su madre en un parque de caravanas del que espera poder escapar algún día y ver mundo. Ese sueño se hace realidad gracias a Centauri, un extraterrestre encargado de reclutar a los mejores pilotos espaciales y que utiliza para ese fin el videojuego Starfighter, en el que Alex ha superado todos los records. Haciéndose merecedor de una plaza de piloto.
Esta historia de Jonathan R. Betuel, resulto muy del gusto de la época y fue un relativo éxito de taquilla, obteniendo una recaudación cercana a los 27 millones. Hoy día, se la recuerda, sobre todo, por sus efectos especiales y es mencionada, en no pocas enciclopedias de cine, como un referente en lo que a imagen digital, aplicada al diseño cinematográfico, se refiere.
El casting está compuesto por caras muy televisivas de la época y no resulta especialmente destacable:
Lance Guest, el prota. Quizás lo recordéis como el hijo del jefe Brody en Tiburón: La Venganza si es que habéis sufrido la tremenda desgracia de ver esa película.
Catherine Mary Steward, Una chica francamente guapa que, tan solo por protagonizar La noche del Cometa y Annihilator ya se ha ganado un lugar en mi corazón.
Quizás el único intérprete de prestigio fue, Robert Preston, entrañable actor con una impresionante carrera. Tan solo echad un vistazo en IMDB y ¡alucinad!
En lo referente a la dirección tan solo se puede decir que el trabajo del señor Nick Castle, cumple, aunque, para mi gusto, resulte excesivamente plano, demasiado televisivo para tratarse de un presupuesto de 15 millones de los de la época. Al menos, en su descargo, podemos alegar que colaboró con Jonh Carpenter para escribir 1997: Rescate en Nueva York, aunque solo sea por eso nos abstendremos de decir que es un director malísimo, ¿no?
Y poco más que añadir. No es una gran historia. No tiene un gran reparto. Adolece de una dirección mediocre pero, ¿qué puede parecerle a un chaval de 14 años, harto de dejarse la paga semanal en los recreativos del barrio, una peli cuyo punto de partida es una máquina arcade, cuyo protagonista principal llegaba a ser un héroe por batir el record del juego y que, merced a esa hazaña, acabaría pilotando un caza espacial, salvando la galaxia y, lo que es más importante, llevándose a la chica a su nave?
Yo os lo diré, amigos míos, esa película era, simple, total y absolutamente, ¡lo mejor del mundo! El gran descubrimiento, la absoluta revelación.
¿Quién se atrevería a decirme ahora que las maquinitas son una pérdida de tiempo después de ver esto? ¿Quién osaría menospreciar el inmenso poder que reside en el manejo habilidoso de un joystick y dos botones?
Vosotros, pobres ignorantes, incapaces de apreciar la sublime complejidad de la técnica del salto/disparo: me temeréis. Cuando el apocalipsis, en forma de invasión alien, se extienda sobre nuestro mundo: me suplicareis ayuda. Y, lo mejor de todo, vosotras, chicas, cuando el humo se disipe y, de entre los restos de la matanza, veáis surgir la imponente figura del héroe, me adorareis. No seré ya, ese niñato que pierde su tiempo en los recreativos, no. Seré algo más, seré LO MAS. ¡¡¡MUAH HA HA HA HA HA!!!
Ejem, disculpadme, creo que me he dejado llevar. Pasemos ya, si os parece, a…
Mis Recuerdos
Y eso que todos los que guardo sobre esta película se circunscriben, casi exclusivamente, a la escena del record.
No quiero decir que todo lo demás sea un espacio en blanco en mi memoria, ni mucho menos. También me impresionaron los efectos especiales, claro. No en vano se trata de una de las primeras película en hacer un uso intensivo de los gráficos generados por ordenador y eso, por supuesto, era más que suficiente para llamar mi atención. Esas naves de combate poligonales, esas explosiones espaciales, esos disparos láser… ¡Por supuesto que la peli molaba! ¡Por supuesto que era de las que uno alquilaba una y otra vez!
Pero, lo que de verdad me impacto fue la dichosa escenita:
Y es que durante mucho tiempo, cada paseo hacia los salones recreativos del barrio, estuvieron amenizados por mis infantiles ensoñaciones en torno a ella.
Allí estaba yo, frente a la máquina arcade. El resto del mundo no existía. La fauna habitual de aquellos lugares eran, apenas, sombras informes que merodeaban por los límites de mi visión periférica. Estaban allí, claro. Siempre estaban allí: El que aporreaba frenéticamente los botones con el mechero; el pequeñajo, que se colaba entre las piernas de los jugadores y se alzaba de puntillas tratando de seguir el desarrollo de la partida; el macarrilla que, con el cigarrillo detrás de la oreja, se afanaba en el Tetris sabedor de que nadie osaría recordarle que, ese, era un juego de niñas. También estaba el grupo del futbolín, aprovechando un despiste del encargado para volcar la mesa y conseguir sacar alguna bola mas y ,por supuesto, no faltaba el mariano, con su eterna riñonera a la cintura para dar cambio al necesitado y, sobre todo, para evitar cualquier tipo de vandalismo sobre las preciadas máquinas.
Estaban allí, si, pero yo no los veía. Mi atención se centraba exclusivamente en la partida que se desarrollaba ante mí. Cada movimiento del joystick, cada pulsación, estaban milimétricamente calculados para evitar los disparos enemigos, para destrozar sin piedad sus naves. Para convertir las oleadas de enemigos, una tras otra, en polvo estelar.
Y lo estaba consiguiendo.
Podía sentirlo a mi alrededor. Poco a poco la gente se iba acercando. Lo que no eran más que miradas ocasionales del tipo A ver cuánto le queda a éste se iban convirtiendo en un interés sincero, incrédulo, expectante. El macarra dejó su Tetris y se acercó. El futbolín enmudeció. El pequeñajo observaba de lejos subido en un taburete. Eran tantas las personas congregadas que no encontró un hueco para acercarse. Todos querían estar allí. Iba a pasar algo grande y nadie quería perdérselo.
La voz empezaba a circular por el barrio y los dependientes de los negocios cercanos colgaban el cartel de SALÍ A DESAYUNAR y venían a ver. Los viejecitos de la taberna dejaban a medias su partida de dominó. Los coches paraban en doble fila y de ellos bajaban los conductores, deseosos de presenciar un momento único, tal vez, histórico.
Y por fin, mientras una solitaria gota de sudor era lo único que denotaba la extrema tensión a la estaban siendo sometidos mis nervios. Aparecía ante mí, el santo grial de todo jugón: La última nave.
El enemigo final…
Por supuesto podéis, perfectamente, imaginar cual era el resultado de esa última batalla en mi sueños, ¿no?
La realidad, mucho me temo, era bien distinta. El que suscribe nunca fue especialmente habilidoso y siempre hizo el más espantoso de los ridículos en el salón recreativo.
Bueno, quizás no siempre. Hubo un día, hace ya muchos años, en que el niño gordito que yo era, se enfrento y, tras horas y horas de entrenamiento en una máquina encontrada, derroto al más macarra del barrio superándolo al Kung Fu Master pero eso… Bueno, ya sabéis. Es otra historia.
Hoy en día, la cosa es bien distinta. Esos salones desaparecieron y, con ellos, una forma especial de jugar. Una forma única de jugar.
Pero, volviendo a la peli. Esos años que han pasado,
¿Que tal le han sentado?
Mal, muy mal.
Hablamos de una película que basaba todo su encanto en una idea poderosa e interesante pero, a nivel técnico, los años le han pasado una factura terrible.
Los efectos resultan bochornosos. Simples inserciones de imágenes poligonales en medio del metraje que, continuamente, te distraen de una historia que, para hacer honor a la verdad, resulta demasiado plana, demasiado infantil.
Las interpretaciones no destacan en absoluto. La música resulta meramente anecdótica y el guión, salvo algún chiste ocasional del supuesto doble robot del protagonista, resulta soso y aburrido.
Mucho me temo que no os podría recomendar verla de nuevo. La sensación es como la de entrar, hoy día, en alguno de los escasos salones recreativos a la antigua que quedan por ahí. Superado el primer momento de euforia nostálgica nos daremos cuenta de que las máquinas son viejas. Que la mitad están apagadas y que, la otra mitad, no funcionan bien. Peor aún, nos daremos cuenta de que los años se han llevado consigo esa habilidad que creíamos conservar.
En fin, no hay que desanimarse. Aun quedan muchos juegos, viejos y nuevos, por jugar. Y aun quedan muchas películas por recordar, ¿no?