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Movida en la universidad - Memoria Analógica

Recuerdos de un señor muy mayor

Movida en la universidad

Alguna vez, creo, os he hablado de la Anichi, aquella vecina de mi barrio que fue la primera en disponer de un reproductor de VHS en su propia casa.

Sin quererlo, convirtió su casa en el cine de verano de los chavales del barrio aquellas noches (que eran prácticamente todas) en las que nuestros padres se quedaban hasta altas horas jugando al parchís o al dominó, sentados al fresco mientras cenaban un bocata de tortilla a la francesa con sus rodajitas de tomate y su pegote de mayonesa. Mayonesa de esa que hacía tu madre con la Turmix: su buen chorro de aceite de oliva suavito, su huevo... en fin, todas esas cosas que las madres sabían echarle a la mayonesa para que aquello supiera como debe de saber el paraíso, si es que el paraíso sirviera para untarse en pan y no para convencernos de todas esas cosas de las que nos quieren convencer los curas.

Que también os digo que habría que preguntarle a mi sufrida madre que le parecía eso de, noche tras noche, tener que estar con el ritual de la puñetera tortillita y esa mayonesa de la tuya, cariño, que la de bote no me gusta. Que, al fin y al cabo, cuando lo cocinas tu, el paraiso huele más a obligación que a descanso eterno...

Será, porque no, que cada cual tiene su propia versión de la felicidad eterna, porque, al menos para quien esto suscribe, un lugar mejor sería aquel cielo que nos pintó Ozores en El donante, esa película con un Pajares solitario, lejanos ya los tiempos en que hacía dupla con el señor Esteso...

El donante
Pues hay paraísos y paraisos...

En fin, divago. Volvamos a casa de la Anichi.

Como decía, en ese cine de verano improvisado, el ritual era el siguiente: mi hermana mayor era amiga de uno de los hijos de mi vecina, lo suficiente para tener pase VIP a todas las películas que allí se proyectaban. Yo me lo tenía que currar un poco más: o me dejaban quedarme a mí también, o mi hermana se volvía conmigo de la mano a casa, odiándome fuerte por existir y lamentando que mi madre no hubiera descubierto cosas tan útiles como el DIU, el preservativo o incluso el método Ogino después de su llegada al mundo.

Eso sí, la clasificación por edades, como ya he mencionado en alguna ocasión, no era algo que se tuviera en cuenta, y eso me hizo disfrutar, desde edad temprana, de una educación audiovisual que hoy llamaría negligente, pero entonces llamaba planazo. Títulos tan poco apropiados para mi edad como Porky's, Aquella casa al lado del cementerio o la que nos ocupa hoy.

Desmadre en la universidad no llegaba a los niveles de abyección de la obra de Fulci, ni al desmelene erótico-festivo de la de Bob Clark, cierto, pero sí que mostraba más carne de la que se suponía que un tierno infante debía ver en aquellos primeros 80, en los que los anuncios de gel Fa ya daban, con un poco de imaginación, para tocarse. Y sin imaginación ninguna, también.

La distribución, para qué vamos a engañarnos, en esa salita, de todos los espectadores no era sencilla. El páter familias solía aprovechar ese último momento del día para afeitarse; su abnegada esposa, la mencionada Anichi disponía, para tal fin, de una olla con agua caliente, el espejo, el jabón, la brocha y la navaja en la mesilla redonda que ocupaba gran parte del espacio disponible. Allí, en su trono, se sentaba el amo y señor de la casa a proceder a su afeitado diario, mientras el resto de la familia se distribuía en las sillas restantes, de pie, sentados en la Vespino del niño —que, como no, dormía dentro de casa para evitar robos— o, incluso, si el público superaba el aforo de la sala, en la misma calle, a puerta abierta, pidiendo que se subiera el volumen de la flamante tele de 21 pulgadas.

Allí, hacinados en un espacio tan reducido, incómodos, con una tele ridículamente pequeña para los estándares actuales, un sonido lamentable y una calidad de imagen que solo he vuelto a disfrutar con mi reciente presbicia, he disfrutado más del cine que en la sala IMAX más impresionante que haya podido pergeñar y construir el ingenio tecnológico humano. Para que luego vengan a hablarme de mínimos de calidad aceptables o de mantener la máxima fidelidad a la experiencia real... ¡memeces!

Pero... ¿de qué estaba hablando yo?

¡Ah! Sí... de Movida en la universidad, Zapped, que es su título original. Una película de 1982 dirigida por Robert J. Rosenthal e interpretada por Scott Baio y Willie Aames.

No sé si os suenan las pelis de serie blanca de Disney ambientadas en el instituto Medfield y protagonizadas por Kurt —mola más que la vida— Russell. ¡A mí me encantaban!
No sé cuántas veces llegaría a alquilarlas una vez que pude disponer de mi propio reproductor VHS: Mi cerebro es electrónico, Te veo, no te veo y El hombre más fuerte del mundo. Unas películas familiares realmente divertidas, con un esquema que hemos visto mil veces y que funcionaba como un reloj: el grupo de carismáticos alumnos, el decano, la amenaza —que podía ser un malvado empresario que quería destruir el colegio—, un instituto rival al que enfrentarse en un concurso...

Las pelis del instituto Medfield
¡Llamadme serpiente!

En fin, una excusa argumental para una serie de sketches en los que poner en acción el artículo/superpoder adquirido por un extraño accidente del protagonista. En Mi cerebro es electrónico, una descarga eléctrica transfiere toda la información contenida en un superordenador a la cabeza de Kurt Russell; en Te veo, no te veo, es un rayo el que altera un experimento científico, convirtiéndolo en un spray de invisibilidad; y en El hombre más fuerte del mundo, unos cereales de desayuno se convierten en la fórmula del supersoldado, convirtiendo al bueno de Kurt precisamente en lo que reza el título de la peli.

Tanto estas pelis, como su variante española —La guerra de los niños—, fueron de las películas que más veces se vieron en mi casa. Comedias amables, familiares, blancas. Comedias en las que los buenos eran muy buenos y los malos malísimos. Películas para tiempos más fáciles y felicesTM.

Como digo, es una fórmula que funcionaba y, cuando algo funciona en la industria del cine, hay que copiarlo, hay que repetirlo una y mil veces hasta que la fórmula se agote por pura saturación (sí, Marvel, te miro a ti).

La comedia de institutos con componente mágico/científico funcionaba bien en una década de puro cine de evasión como fueron los 80 y, con esta peli, se intentó replicar el esquema del instituto Medfield, pero dándole un toque más gamberro.

El protagonista, Barney, típico estudiante nerd, enamorado —¡cómo no!— de la jefa de animadoras, está trabajando en un experimento en el que inocula marihuana (vaya usted a saber por qué) a unos ratones de laboratorio. El caso es que esta marihuana modificada recibe una descarga eléctrica y acaba sucediendo un accidente que libera un gas que, al ser respirado por Barney, le concede poderes telequinéticos. A lo Carrie, pero sin bullying, sin cubos de sangre de cerdo y sin la maestría en el manejo de la cámara de Brian De Palma. Que también te digo que, para el viaje que ofrece esta peli, nos basta y nos sobra con la dirección de Robert J. Rosenthal, que el tío ni es buen director ni falta que le hace.

A partir de este momento empiezan a sucederse las situaciones típicas de este cine, aquellos que ya pudimos ver en las pelis de Kurt antes de aquello de Llamadme serpiente, pero con un poquito (muy poquito) más de picardía. Porque, a ver, si tuvierais acceso al spray de invisibilidad de Te veo, no te veo con 16 o 17 años en un instituto norteamericano de los 80… ¿Qué es lo primero que se os hubiera ocurrido hacer? Pues eso...

Lo curioso es que esta película apuntaba a una clasificación PG; vamos, que era realmente naif. Cierto que la mención a la marihuana ya la apartaba un poco del esquema Disney en su serie blanca, y que las bromas y comentarios eran un poco más adolescentes que infantiles, pero la culpa de que se abundara en el desnudo femenino en su corte final fue única y exclusivamente de Porky's, o más bien, del descomunal éxito en taquilla de la película de Bob Clark. Todas las películas en producción en esos años descubrieron algo importante: la carne vende, la desvergüenza vende, el sexo vende.

Esta película, Zapped!, es uno de los pocos casos que conozco (dentro del circuito comercial normal, se entiende; en la serie B y Z, pedir más chicha era moneda de cambio habitual) de película cuyo corte final se modifica para hacerla más explícita, para conseguir una clasificación R en vez de la PG inicial.

Así, pues, la película que finalmente pude ver, esa noche, en casa de la Anichi, no andaba precisamente escasa de anatomía femenina expuesta para el solaz y disfrute de la malvada chavalería misógina y hetero-patriarcal de época.

Movida en la universidad
No el fin de fiesta que merecemos, pero si el que necesitamos

Ni que decir tiene que yo, misógino, machirulo y y lejos aún de la deconstrucción de mi rol privilegiado, la disfruté como lo que era: un niño chico. Me lo pasé bomba, me reí mucho y me encantó ese Grand Finale a lo Carrie, con el golpe que recibe el prota en la cabeza y que hace que sus poderes telequinéticos se descontrolen, provocando un festival de slapstick con abundancia de chistes de tartazo (y tortazos) y, cómo no, tetas. Muchas tetas.

Pero pasa la vida...

Me gusta pensar que, hoy en día, que ya no soy un niño chico, soy un adulto responsable. Un tipo decente, un hombre moderno que mira estas películas por encima del hombro con su poquito de indignación. Que las tolera como subproducto de su época y que se alegra de que hayamos evolucionado lo suficiente como para entender que un chico que usa sus poderes telequinéticos para exponer, en contra de su voluntad, la anatomía femenina, se merecería, como poco, una noche en el calabozo. Pero no...

Por más que me gustaría pensar así, soy bastante autoindulgente. En los días que me da por repasar estas películas me lo paso genuinamente bien riéndome de sus chistes tontos de tetas y culos. Claro que me doy cuenta de todo lo que está mal aquí. Pero no me importa...

Inocentemente pienso que una cosa es la ficción y otra muy distinta es la realidad, y que una mente sana sabe diferenciar ambas. Así que, salvaje de mí, me lo paso teta destripando enemigos en un FPS, animando a Charles Bronson cuando abraza el vigilantismo más fascista y desbocado, y riéndome feliz con bromas de chicas desnudas en público, gritando muertas de vergüenza.

Esta peli, como toda la comedia teen sexual de los 80, nos da eso. No es la mejor, ni mucho menos. De hecho, es bastante mala. Pero, será por el recuerdo que tengo de ella —ese maldito efecto nostalgia que nos vuelve tan indulgentes— o será porque cualquier pizca de fantasía mágico-científica me volvía loco en su época y lo sigue haciendo hoy en día, yo se lo perdono todo: que los papeles no están interpretados sino perpetrados, que la dirección es de vídeo de boda, que los efectos están resueltos con hilos de pescar y se nota...

Yo me río. La hora y media que dura la peli se me pasa en un rato. Me como mi bocata de tortilla a la francesa, con sus rodajitas de tomate y su mayonesa hecha en casa, y me echo a dormir soñando con noches de parchís sentados al fresco y películas vistas en equilibrio inestable sobre una Vespino...

Y duermo feliz.