Sentido y jugabilidad
Lo peor: Que te vean llorar mientras juegas con la consola puede convertirte en el blanco de abundantes y recurrentes burlas
Esta pequeña frase introductoria es, aparte de una soplapollez como la copa de un pino, el principal motivo que me ha incitado a escribir este artículo.
La frasecita en cuestión forma parte de análisis de una famosísima revista online de videojuegos a Lost Odyssey, juego que, no voy a negarlo, es una de mis debilidades, con lo que el pertinente atentado en forma de review me sentó como una patada en las tripas. No sólo considera que la emotividad es algo que lastra una obra audiovisual (tremendo), ya entrando en matices más propios del género, entiende como un punto negativo en un JPRG de corte clásico (el último GRAN JRPG de corte clásico que ha llegado a Europa, bajo mi humilde opinión) el hecho de existir combates por turnos… ¿Estamos locos? Pero me desvío del tema.
Como no me cansaré de repetir jamás, los videojuegos no son más que otro arte audiovisual, con sus obras maestras, sus decepciones, sus productos dirigidos a masas o minorías, sus técnicas, sus estilos, etc, etc. Y como todo producto audiovisual, el videojuego en cuestión puede tratar simplemente de llamar la atención, de divertirte, o de hacerte evocar sensaciones y sentimientos, aflorar en ti recuerdos, o marcar tu vida con un momento único.
Este pequeño artículo sólo pretende ser un homenaje a aquellos sentimientos que surgieron en mí al jugar a determinados videojuegos, en un determinado momento, con determinada edad. Y que me marcaron para siempre.
AVISO: ESTE ARTÍCULO PUEDE CONTENER SPOILERS Y DESTRIPES VARIADOS, SI VES EL TÍTULO DE UN VIDEOJUEGO QUE TODAVÍA NO TE HAS PASADO, DEJA DE LEER
ALEGRÍA – Monkey Island II
Alegría entendida como júbilo, alborozo. No se trata de la alegría que sientes al encontrar una moneda de dos euros en el suelo, sino aquella que te embriaga por completo. En el ámbito videojueguil siempre recordaré un momento mágico, por absurdo y por inesperado, por ser precedido de días y días de ansia asesina.
Entrando en materia. Las aventuras gráficas, hoy en día, son un dolor en los cojones para mí. Quizá haya perdido inventiva, pero principalmente he perdido paciencia. Y sin paciencia, hasta la aventura más facilita de la época, podría volverse un tormento. Pero antes… ay amigo, antes ni guías ni ostias: échale imaginación hasta que revientes. En el caso de Monkey Island II, existían muchas partes en las que ni el más imaginativo de los mortales podría adivinar que acción realizar en el siguiente paso. En una de esas me hallaba yo. Estaba reuniendo trozos de mapa, uno de ellos, perteneciente a la sin par Elaine Marley. Había acabado rodeado de otros tantos pedazos de tela en una cabaña y el amigo Guybrush era incapaz de localizar el correcto. Discurriendo, mucho, muchísimo, consideré que la opción más lógica era llevar al perro de la gobernadora a la dichosa cabaña y, guiándose por su olfato, dejar que adivinara cual pertenecía a su dueña. Inteligente yo. Pues incapaz oiga. Probé absolutamente todo lo probable, TODO. Di vueltas y más vueltas a las localizaciones a mi alcance, probé miles de combinaciones de objetos y comandos, me golpeé la cabeza con el teclado, intenté estrangularme con mi propio ratón en una especie de asfixia friki… no sabía qué hacer, hasta que en un momento de absurdez máxima, no sé a santo de qué, posiblemente drogado por cantidades industriales de Cola Cao y Phoskitos, usé la combinación mágica: coger perro
. Guybrush se acerca. Guybrush coge a perro de 90 kilos. Guybrush se lo guarda en la chaqueta, mira a la cámara y te sonríe. Ese momento, ese preciso instante, esa descarga emocional que fluyó por todo mi organismo, ESO es alegría.
…y luego dicen que no, que es cuando tienes un hijo. PAPARRUCHAS.
DESESPERACIÓN – Super Empire Strickes Back
Al hilo de un podcast que escuche no hace mucho tiempo, en el que los contertulios demuestran que mucha memoria y poca pericia al considerar demasiado difícil la saga galáctica en sus conversiones para Super Nintendo, recordé este sentimiento atroz que me destrozó por dentro cuando era más pequeño.
A mí, como buen hermano pequeño, me encantaba estar con mi hermano mayor y hacer cosas de hermanos mayores. Una de ellas era jugar al poker. Pues bien, mi hermano, siempre simpático, me puso como reto para que yo pudiese acceder a la mesa de los mayores una tarde cualquiera el pasarme el campo de asteroides del Imperio Contraataca en modo difícil, cosa que, en teoría, no habíamos conseguido hasta la fecha. Y digo bien, en teoría. Porque en teoría nos pasábamos el juego juntos, pero, en realidad yo había visto el final seis, siete e incluso treinta veces ya, en todos los niveles de dificultad imaginables. Conocía todos los secretos y pericias, lo tenía más que resobado. Y él, pobre inconsciente, era ajeno a ello. Así que me puse a los mandos del Halcón Milenario, comenzó aquella pedazo de recreación de la BSO del maestro Williams y a darle caña. Muerto. Muerto. Muerto, una y otra vez, ¿qué me pasaba? Mi hermano miraba de reojo mi partida mientras subía y bajaba apuestas imaginarias. Yo sudaba. De nuevo muerto, y otra vez, ¿por qué? ¿La presión del momento? ¿Qué cojones ocurría? Ese instante en que tratas de hacer algo que tienes más que dominado y una fuerza cósmica hace que se escape de tu control. Ese instante, se llama desesperación. Y no, aquella tarde no jugué al poker.
ODIO – Livingstone Supongo
Lo primero y ante todo, YO ME PASÉ EL LIVINGSTONE SUPONGO, ambas partes. Con dos cojones, adoradme. Pues no es para tanto, yo también Ok. Yo tenía 6 años. De nuevo, superadme, con dos cojones. Ole yo.
En fin, como digo, tenía unos 5 ó 6 años cuando llegó a mí esa pedazo de aventura que es Livingstone Supongo, enorme, increíble, maravillosa. Uno de los juegos de los que mejor recuerdo guardo. Y es curioso, y hago un inciso, es tanto lo que me han marcado los videojuegos que casi todos mis recuerdos de niñez se basan en tres cosas: libros, videojuegos y televisión. En cambio, soy prácticamente incapaz de recordar la configuración de mi antigua casa. Es bastante triste si te paras a pensarlo… o no. Bueno, continúo.
Como digo, aquel juego me resultaba sencillamente impresionante, la cantidad de soluciones que tenías a tu alcance en cada pedacito de mapeado, los objetos a usar, los enemigos. Todo, lo adoraba. Excepto una cosa: los monos. Si me robaban el boomerang, aquello al margen de una pequeña molestia, me la pelaba bastante, pero… ¡ay, amigo! Cuando se hacían con tu pértiga, dejándote ABSOLUTAMENTE INCAPACITADO para continuar con la partida… eso… eso era ODIO, en su máxima expresión. Creo que fue la primera vez en mi vida que sentí ese sentimiento tan terrible por algo, o alguien, aquellos malditos monos se aparecen todavía en mis pesadillas recurrentes. Hijos de puta.
AMOR – Illusion of Time
Se podría decir que Illusion of Time fue uno de esos juegos que me marcó de por vida en más de un sentido. Visto en retrospectiva quizá no era TAN espectacular como lo tengo ubicado en mis recuerdos, pero bueno lo era, y un rato largo además. Fue el primer juego de rol/aventura largo que jugué con traducción al español, así que me enteré perfectamente de la historia, ¡y qué historia! Con Illusion of Time no sólo te embarcabas en un mundo mágico, sino que aprendías curiosidades y leyendas del planeta, te hacían pensar en el valor de la amistad. Sufrías con determinados personajes, reías con otros… era una aventura ENORME y preciosa.
Posiblemente, junto con otro que comentaré a continuación, fue el juego que más me enseñó en un… ejem, plano sentimental, de toda mi vida. Pues bien, la primera vez que sentí el amor en un videojuego, fue aquí. El amor como historia que te entristece, te ilusiona, te desespera y que no quieres que termine. Un amor de estos que implica tal ataque de ñoñería que acabas vomitando arcoiris.
Dos escenas: Will y Kara en una balsa a la deriva, en una larga escena apenas jugable en la que casi mueren de hambre y comienzan a manifestarse los sentimientos de uno por el otro, viendo atardecer, abrazados luchando contra el frío… Y Will y Kara, al final, sabiendo que sus vidas se separarán irremediablemente cuando todo termine, pero con la esperanza de saber que son uno, y que siempre serán uno… y en otra vida, ¿quién sabe? De verdad. Cosa más bonita.
TRISTEZA – The Legend of Zelda: A Link to the Past
Algún día escribiré un artículo sobre lo que supone en mi vida la saga de The Legend of Zelda, hasta el punto de tatuarme en la espalda el escudo de armas hyliano, y sí, evidentemente es una frikada impresionante, y a cualquiera que no supiera comprender las motivaciones de cada persona y los hechos que lo llevan a hacer algo así, no pasará de ser un ataque de personajillo. Pero hay una historia detrás. Y si bien comenzó con The Legend of Zelda de N.E.S., el primer capítulo se escribió en Super Nintendo con mi juego preferido de todos los tiempos, vamos al lío:
Al comenzar el juego, en cinco minutos, encuentras a tu tío, muerto en una mazmorra, legándote su espada y su escudo, y una misión. Ahí ya sabes que van en serio, que bajo su aspecto infantil y los grititos de Link al efectuar un spin attack, subyace una auténtica historia. Cuento de hadas, espada y brujería, personajes entrelazados, pequeñas historias paralelas, un enorme mundo que no es más que el prólogo de otro todavía más grande. Y entre todos estos pequeños retratos, uno clavado en mi memoria para siempre: el niño de la flauta.
Y sí, no es más que un trocito minúsculo del juego. En el mundo oscuro, un niño-zorro te pide que localices su flauta. En el mundo de la luz la consigues, y al devolvérsela te la entrega. ¿Por qué? Porque le queda poco tiempo, se está convirtiendo irremediablemente en un árbol y va a dejar de existir para siempre. Tristeza infinita, ese pequeño sprite transformándose en otro, no hay más. Por suerte, Link logra la Trifuerza y con su corazón puro logra retirar las tinieblas del mundo. Ahí, en una escena, logra verse al niño de la flauta sentado en un tocón, tocando de nuevo su instrumento favorito rodeado de animales. Snifff…
Y este es mi pequeño repaso de sentimientos. Me quedarían muchos, muchísimos más, pero baste como pequeño ejemplo de que no hay nada de malo en «que te vean llorar mientras juegas con la consola», todo lo contrario. Si un juego consigue eso, es señal de que han hecho bien su trabajo. Porque la vida es juego, y los juegos, juegos son.