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The Legend of Zelda: A Christmas Tale

En algún momento de nuestra vida, y creo que es algo por lo que todos hemos pasado, nos planteamos un absurdo debate sobre la Navidad: ¿Es una fiesta consumista, sin sentido religioso/familiar/moral alguno? ¿Es, simplemente, una excusa para forzarnos a ser felices queramos o no, y poner buenas caras ante tíos extraños y cuñados pesados? No lo sé, y sinceramente he aprendido a lo largo de los años a que me de bastante igual.

Para mí, la Navidad siempre será esa época del año en la que leía revistas y revistas de videojuegos hasta señalar con el dedo aquel que se convertiría en objeto de devoción durante inaguantables semanas de espera. En cierto modo es triste, porque desde que tengo uso de razón hasta que me hice lo bastante mayorcito como para tener ingresos en cierto modo regulares (cosa que sucede de higos a brevas, y es que la cosa está muy malita) nunca fui capaz de disfrutar de la Navidad en toda la extensión de las fiestas y el motivo es bien sencillo:

Regalos y mas regalos
¡¡¡Navidad!!!

En mi casa somos MUY tradicionales. Afortunadamente con el paso de los años hemos ido dejando algunas de las tradiciones más siniestras por el camino y nos hemos habituado a las cenas familiares, el portal de Belén, las uvas y los Reyes Magos. Atrás quedaron las caminatas de la cocina al Nacimiento, ubicado en el salón, cual Santa Campaña, con velas y la matriarca recitando pasajes bíblicos al estilo de una enviada del Averno obligada a verbalizar el Necronomicon so pena de lenta tortura. Y esto es cierto. Es una de esas tradiciones que, personalmente, prefiero enterrar en el más profundo de los olvidos… No abrió la boca, como cordero llevado al matadero… Escalofríos…

La tradición que siempre ha imperado y espero continúe durante muchos años es la de la mañana de Reyes en la que toda la familia (cada vez más extensa) se reúne en el salón de mi casa para abrir los regalos por turnos: ahora uno tú, ahora tú, ahora me toca… No me avergüenzo ni lo más mínimo de, con 35 años que tengo, levantarme a las 7 de la mañana junto con mi hermana de 41 para ir en zapatillas al salón y verlo repleto de regalos por arte de magia de nuestros sufridos pajes reales, camino de los 80. Es la mejor tradición que he vivido jamás, y cada año suele ser uno de mis días más felices.

Y es en la mañana de Reyes cuando los juegos por los que tanto suspiré y rogué se hacían realidad. Ya fuera un casete de Spectrum, un cartucho de NES, uno de Super o un DVD de PS2. Fueron muchas mañanas cumpliendo la tradición de abrir los regalos dejando apartado para el final aquel bulto sospechoso con dimensiones de caja de videojuego, rasgar el envoltorio, soltar el grito de sorpresa y rogar para que acabaran cuanto antes los desayunos familiares y la tortura, año tras año, del disco de Ecos del Rocío navideño que mi hermana tiene a bien pedir a modo de expiación de nuestros pecados. Amén. …como corderooooo… Ains…

Total, que en una de tantas Navidades, le dio por salir al mercado español al juego The Legend of Zelda: Ocarina of Time y… madre de dios, eso era lo más increíble que había visto en mi puta vida. Fue el culmen de la desesperación navideña. Ni que decir tiene que con sólo ver la primera imagen en una revista lo quería, y ni mucho menos que tras comprobar su fecha de lanzamiento, ya tenía regalo fijo para ese Día de Reyes. Yo no podía ocultar mi desesperación, pero mi hermano, con el rollito de tener los cojones negros y diez años más que yo, pues sí que lo hacía. En el fondo tenía las mismas ansias asesinas por jugar al maldito juego que yo, pero tenía que ocultarlo, era el hermano mayor.

Ocarina Of Time
¡¡Arrrrfff…!!

Los días se arrastraban, las agujas de los relojes apenas se movían. Fueron unas navidades angustiosas, y no exagero, yo quería jugar de una puta vez. Me cagaba en la tradición del Día de Reyes una y otra y otra vez. Intentaba razonar con mis padres que el Nacimiento fue en verano, y que, por lo tanto, el juego venía ya con retraso. Y para más desesperación, a mi santa Madre le dio por usar el truco mental de: mira, yo he intentado conseguir el juego, pero es que está agotado por todas partes, de verdad, pero no te preocupes que sin regalos no te vas a quedar, ya te lo compraremos más adelante. Eso era una lenta tortura, una agonía. Por un lado pensaba: claro, quiere que la ilusión sea máxima, ¡oh, progenitora, que artimañas mentales más dignas de un Jedi usas en post de mi alegrí”, mientras que mi lado más Gollum escupía: ¡sucia y rastrera madre! ¡tamaña falta de consideración será castigada de llegar a darse!. Redundando todavía más en mi pesar, una tarde cercana ya al dichoso 6 de Enero, me dio por pasarme por el Game de mi ciudad, y efectivamente, Zelda: Ocarina of Time estaba agotado. *

Pero señor dependiente, si estoy viendo varias copias en esa estantería
sí, todas reservadas
¿y alguna a nombre de mi santa/cruel madre?
¿DNI?
tus muertos a galope*.

El día 4 de enero ya lo tenía todo planeado. De no recibir mi ansiado juego, dejaría mis estudios, me metería a trabajar en la obra, abandonaría mi hogar y me mudaría… ¡a Japón! No, mejor todavía, ¡a Hyrule! ¡¡Si!! Sería feliz en la verde campiña, galopando a lomos de Epona. ¡Destrozaría todos los jarrones del mundo y me haría rico! Y no sería tan imbécil como Link y dejaría de recoger rupias a poco que los bolsillos se me desbordasen, no, ¡¡llevaría una mochila!! Jajajejejijijojojuju.

Chato, tu hijo está dándole escobazos a los jarrones de la casa mientras grita que estará listo para luchar contra Gandolfofo o algo así.
Déjalo mujer, es la pubertad.

Y amaneció, por fin, el 5 de enero. Tras una noche en vela, llegaron las mágicas 6 y media de la mañana. Mi hermano, tan simpático como siempre, me había dicho que hasta que no despertara, no saldríamos al salón, y que no se me ocurriera despertarlo muy temprano so pena de lenta tortura. Me incorporé en mi cama supletoria, y lo miré vuelto de espaldas, tumbado en la suya, con las mantas subiendo y bajando acompasadamente al ritmo de la respiración. Deduje, cual Holmes: ¡Está dormido! ¡¡El cabrón sigue durmiendo!! ¡¡¡¡DUERME CUANDO TE MUERAS, HIJO DE PUTA!!!!. Así que comencé a usar el viejo truco que todo hermano pequeño adquiere en el útero materno: mirarlo con concentración.

Ahmmm… despieeertaaaa…. vaaaamooooosssss… muéeeveeeteeee… ¡¡¡AJAM!!!
Pfff… ñiiii… arrgghh… ¿qué pasa?
¡Ah! Estás despierto, ¡¡vamos al salón!!

Así que tras posterior mirada de odio infinito y desprecio sumo, de esas tantas que me persiguen en mis pesadillas más recurrentes, fuimos al salón. Repleto de regalos, yo no prestaba atención a ninguno. Mis ojos sólo buscaban paquetes con la forma idónea, y en mi pequeño montón había varios. Comenzamos en lento ritual de apertura, cada paquete que parecía adecuado contenía un libro. ¡Puta lectura! ¡Me está pudriendo la sesera, amigo Sancho! Al final sólo quedaba uno. De acuerdo, la talla parecía buena, pero el peso no me cuadraba en absoluto. No podía ser el Zelda, no podía ser ningún videojuego. Lágrimas de frustración comenzaban a brotar de mis ojos cuando rasgué el envoltorio y la vi, dorada y negra, con las palabras impresas al reverso más acertadas de la historia: Un sueño hecho realidad La caja de Ocarina of Time.

Y bueno, lo que sigue es historia. Ya he comentado en varias ocasiones que mi hermano me prohibía jugar a determinados juegos sin él. Con Ocarina of Time no tuvo ese problema, lo comenzamos juntos, lo jugamos juntos y lo terminamos juntos. Cada viernes noche, y algunos sábados por la tarde, nos reuníamos los dos delante del televisor, encendíamos nuestra Nintendo 64 y desenfundábamos nuestro bote de nata, como en los viejos tiempos, dispuestos a salvar la paz del reino y derrocar al malvado Ganondorf. ¿Por qué en todos los juegos le acababa ganando la espalda y jugándolo sin su presencia, y en Ocarina of Time jamás? Imagino que por el mismo motivo por el que esta historia está adornada, tenía 15 años cuando llegó a mis manos, realmente la ilusión por jugarlo la fabriqué yo mismo, forzándome a sentir lo mismo que cuando era más pequeño. Irremediablemente me hacía mayor, e intuía, no… sabía que iba a ser la última oportunidad de pasarme un videojuego con mi hermano, de disfrutarlo de cabo a rabo, saboreando cada instante como cuando era un niño a los mandos de una NES y mi mayor objetivo en la vida era encontrar el trozo de pared que una bomba pudiera romper, ganándome su mirada de aprobación.

Desde que rompí el plástico de Ocarina of Time, hasta que Ganondorf maldijo a Link atesoro cada momento como lo que fue: parte de mi pasado, de mi juventud, de mi felicidad, de la Leyenda.