Capítulo I - El Hombre en la ventana
El hombre en la ventana
Habían pasado más de dos semanas, o quizá menos de un mes, o puede que ambos; y ahora que lo pienso tiene sentido, si, había pasado un tiempo. Digamos que varios días, o años. La cuestión, y es el punto que nos interesa, es que el transcurso de las horas ya había dejado de molestarme. Ya no me guiaba por minutos ni segundos, y un miércoles significaba lo mismo para mí que un domingo. Tampoco sabría decir si me levantaba de la cama o me acostaba, realmente hacía siglos que dejé de notar la diferencia. Sólo recuerdo con certeza que me encontraba sentado en esa jaula de sábanas y mantas en la que dejaba que mi cuerpo se pudriera, segundo a minuto, minuto a hora, hora a días. De nuevo, no puedo asegurarlo. Había pasado un tiempo, si, y sentado en la cama miré por la ventana, sorprendido de encontrar las persianas abiertas.
Tendría que explicar que mi habitación se encuentra en un tercer piso de un edificio gris, que pertenece a un barrio gris de una ciudad más gris todavía. En las películas que recuerdo ver, antes de todo, el protagonista solía mirar por la ventana y ante él se extendía una amalgama de vida. La vida de un barrio residencial americano, con el pequeño Timmy repartiendo el periódico matutino; la vida del Bronx, con los pandilleros escuchando rap y la señora aquella que hacía de señora del Bronx en todas las películas empujando un carrito; incluso la simple vida del soñador de pueblo que observaba sus tierras al despertar pensando en su sueño de convertirse en la nueva moda del american way of life. En mi barrio gris, al mirar por la ventana, te encontrabas con otra ventana. La ventana del vecino del piso de enfrente, a menos de veinte metros, en un edificio igual de triste.
Mentiría si dijera que nunca había indagado en la vida de los vecinos, obviamente la tentación era irresistible. No había vida a través de mi ventana, no una vida digna de verse; pero si que tenía individuos tan grises como yo, y como si de un espejo terrorífico se tratase, sentía cierta satisfacción al ver apagarse las vidas tras el cristal de sus ventanas. La vecina del segundo, por ejemplo, la veía envejecer a mis ojos, cada día frotando los cristales de su ventana con menos fuerza y más arrugas en la frente. Hasta que un día dejó de hacerlo, simplemente no la vi más. ¿Quizá se mudara? No, yo sabía que había muerto. Había pasado cientos de horas frotando aquel cristal para sacarle brillo, sin ver que el gris era el de su vida, el de la mía, el gris del edificio y el gris del barrio de la gris ciudad. Por supuesto que había mirado por la ventana, y no sólo en los últimos momentos, cuando mi rutina me llevaba del amanecer de un lunes en la cama al oscurecer del venticuatro de junio en la misma cama, ya miraba antes de todo, pero el hombre en la ventana nunca estuvo allí. Aquel día lo vi.
Se trataba de un hombre de entre cuarenta y cincuenta años, con una espesa mata de pelo canoso que le nacía a escasos centímetros de las cejas, grandes y frondosas. Tenía los ojos pequeños y la nariz grande. Los labios finos y las orejas descolgadas, con grandes lóbulos. Su cara hinchada y perfectamente rasurada sonreía, desde los labios hasta sus diminutas pupilas. Vestía únicamente unos calzoncillos desvaídos, unos calzoncillos que juro que podía oler desde la distancia. Sus brazos se encontraban cruzados sobre una enorme panza, tan peluda y canosa como su cabeza. Sonreía, como digo, y me sonreía a mí. Mirándome directamente a los ojos. Le sostuve un instante la mirada y algo en mi interior se rompió y comencé a llorar. El hombre levantó lentamente la mano derecha y colocó el índice sobre sus labios pidiendo silencio, mientras sus ojos seguían riendo, felices. Se mantuvo así lo que me parecieron horas, aunque quizá solo fueron unos segundos de incontrolable llanto. Entonces, en un momento de lucidez y control, conseguí levantarme y cerrar la persiana de un fuerte tirón y me arrojé sobre la cama. Sentía el corazón pesado dentro del pecho, los latidos me taladraban las sienes. Durante un segundo, quizá dos, noté un hambre atroz, ¿cuándo había comido por última vez? Y cansancio. Y percibí mi propio olor. Hedía.
Cansado, hambriento, asustado, sucio y lloroso decidí hacer lo que mejor se me daba. Cerré los ojos y me quedé dormido.
No sabría decir si desperté un miércoles, catorce de octubre por la mañana, o quizá se trataba de la tarde de un cálido domingo de agosto; pero si que lo primero que hice fue abrir la persiana. El hombre seguía allí. Silencio, decía su dedo sobre los labios. El resto de su rostro reía.