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Relato: 'Día de Muertos'

Día de muertos
Juan Hernández Hernández recorría el corto trayecto entre la parada del metro y el bloque de pisos donde tenía alquilado su pequeño apartamento.

Había estado en el gimnasio siguiendo la rutina que un amigo le había aconsejado para “mantenerse”, que es el término que utiliza alguien cuando no quiere decir abiertamente que lo que persigue, en realidad, es perder peso.

Lo cierto es que estaba comenzando a preguntarse si su supuesto “amigo” era tal en realidad porque todos los músculos de su cuerpo le estaban diciendo a voz en grito que se iban a rendir en cualquier momento dejándolo exánime en medio de la calle, por suerte la puerta de su bloque estaba ya a la vista.

Sacó las llaves del bolsillo de la chaqueta de su chándal y abrió el portal; casi dudó entre utilizar las escaleras o el ascensor, casi. En realidad no tuvo intención alguna de usar las escaleras realmente. -Mañana subiré andando- susurró en dirección a los temidos escalones a modo de disculpa.

Ya en el ascensor observó distraídamente la tarjeta de seguridad que abría la puerta de su apartamento. Una desgastada y minúscula pegatina se empecinaba en seguir adherida a ella, en el adhesivo podía leerse, en una negligente caligrafía, “JUAN HERNANDEZ”.

-¡Qué ridiculez!- pensó -En México hay más de 3 millones de personas que se apellidan Hernández, medio país podría reclamar esta tarjeta si la perdiese.

El ascensor llegó al primero, así que Juan, algo avergonzado por subir 2 plantas en ascensor, aunque no demasiado, caminó los 3 metros que le separaban por fin de un merecido descanso en su pequeño sofá.

Soltó la mochila del gimnasio y abrió una lata de cerveza y, cuando sus posaderas estaban relamiéndose ante el inminente contacto con el cómodo sofá, sonó el teléfono fijo desde el otro extremo de la sala.

-Es la ley de Murphy, no se puede luchar contra ella -dijo con una mueca de dolor en la cara-. Espero que no sea del curro...

Descolgó y casi se le saltaron las lágrimas cuando oyó la voz de su madre al otro lado del aparato, tuvo una animada charla con ella hablando de su familia de allá, de los vecinos, de su pequeño Terrier al que había bautizado como Apolo y era el terror de los gatos del vecindario… Allá en México comenzaba la celebración del “Día de Muertos” y su madre hablaba animadamente de lo bonito que era ver reunida a toda la familia y de la pena que sentía al no haber podido verlo, este año tampoco, en persona.

Justo antes de despedirse, Juan le prometió que al año siguiente iría a visitarla a Montemorelos, en México, donde había nacido y crecido Juan y donde estaba casi toda su familia. Cada año desde que llegó a España le prometía una visita a su madre, pero la promesa llevaba incumplida casi once años.

Cuando terminó de hablar fue a su habitación y agarró un álbum de fotos de uno de los armarios, el viejo álbum familiar y lo llevó consigo y su cerveza hasta el sofá.

Se puso a pasar páginas mientras recordaba a su familia, tan lejos ahora, su hermana María, sus primos Roberto y Celia, su padre Aureliano, ya fallecido y, por supuesto, su madre Guadalupe. Las fotos más nuevas se las enviaba su madre por carta o las imprimía él mismo del Facebook de sus primos.

Así fue como lo encontró su novia Verónica cuando entró en el apartamento media hora más tarde, embobado y pasando hojas del pequeño álbum de polipiel granate.

-Vaya, no te he odio abrir la puerta, estaba embobado mirando fotos-dijo Juan.

-Ya veo, estabas mirando fotos de tu familia-respondió Verónica, pensativa-. ¡Claro! Hoy se celebra el día de los muertos allí. ¿Verdad?

-Sí-Juan dejó el álbum de fotos en la mesilla de la sala- Me ha llamado mi madre hace un rato.

-Ay por Dios Juan-la cara de Verónica se ensombreció-, cuando haces eso me pones de los nervios. ¡Tu madre murió hace 2 años! Deja de decir que hablas con ella por favor… Se me pone la carne de gallina.

-Tú no lo entiendes- susurró Juan-, en el Día de muertos nos reunimos toda la familia. Pero algún día lo entenderás, yo te ayudaré.

-Es igual-bufó Verónica-, si no te importa voy a ducharme, hoy estoy hecha polvo- y se dirigió al fondo del pasillo.

Juan se sentó en el sofá y encendió la tele, estaban dando las noticias, había habido un descarrilamiento en un cercanías que se dirigía a la estación de Sants, con varias decenas de muertos, en la misma línea que solía usar Verónica para volver del trabajo.

Vió el reflejo de Verónica en el televisor y se giró, se fijó bien en sus ojeras negras y en el extraño ángulo que tenía su brazo izquierdo, cosa que antes le había pasado desapercibida.

-No sé lo que me pasa…-dijo ella- No puedo abrir el agua de la ducha… Estoy rara desde que salí del tren.

Juan lo comprendió en seguida, las lágrimas asomaron a sus ojos, pero se contuvo de hacer ningún gesto que delatase cómo se encontraba, debía ser fuerte por Verónica.

-No te preocupes Verónica, yo te ayudaré, ahora llamaremos a mi madre y por fin podrás conocerla-le dijo con dulzura mientras se levantaba del sofá.

Autor: Kal Zakath