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Viviendo de recuerdos

Día de muertos
La echaba tanto de menos. Tantísimo. Su recuerdo se le aferraba al pecho como una garra de acero: estrujando con una fiereza gélida que apenas le dejaba espacio para otra sensación.

La echaba de menos.

En ocasiones se sorprendía sonriendo como un estúpido, recordando alguna tontería de aquella vida que vivieron juntos: un chiste privado, ese mote tan tonto que se pusieron el uno al otro. Aparta caracola, quita tú, pepino de mar. Entonces se sentía feliz, y la felicidad abría la garra de acero, suspiraba y sentía el sabor amargo de sus lágrimas. Entonces el recuerdo se volvía doloroso, la garra se cerraba y volvía el dolor, volvía la pena, la increíble sensación de vacío. Y así pasaban las horas, los días, los meses; pasaban las estaciones y los años.

En los peores momentos, un mal recuerdo se infiltraba en la pureza de su imagen y acudía -tan vivido, tan cruel- a su mente. Me dijiste que nunca hubo otra. El recuerdo quemaba. Y no la hubo, caracola, te lo prometo. El recuerdo desgarraba. ¿Y de quién es ese mensaje? ¿¡De quién es!? El recuerdo se retorcía y se transformaba. La imaginaba llorando, y su llanto se emparejaba al de él como tantas veces supieron ir a una. Intentaba apartarlo, con rabia, casi físicamente, casi...

A veces, en cambio, el oscilante recuerdo se convertía en una vivencia maravillosa. Tan vívido que le parecía total y absolutamente tangible. Podía acariciarla. Su mano sobre la de ella, tan diminuta, con aquel callo en el dedo índice fruto de horas y horas de guitarra. Tengo las manos pequeñas y los dedos sensibles, no voy a ser John Frusciante en la vida. Al decir aquello sonreía y volvía a sujetar con más fuerza el mástil de su guitarra. Cántame la ranchera, le pedía. Y juntos, desafinando y felices, hablaban de un México lindo y querido. Ella pasaba de La a Mi, punteaba y se equivocaba, siempre se equivocaba; pero a él nunca le importaba, claro que no, porque era ella, con su guitarra y su sonrisa. Con su callo en el índice y sus manos diminutas. Voz de la guitarra mía, al despertar la mañana... En esas ocasiones no había lugar para lágrimas, ni felices ni amargas, sólo había espacio para ella. Hasta sentía su calor si eso era posible.

Tanto cantaron a México que allí fueron de viaje de novios. Y allí se enamoraron del tequila, y de las alitas a las brasas con salsa picante; y se enamoraron más el uno del otro. Dieron vueltas y vueltas por un parque, con el ceño fruncido y sin hablarse por una nadería. Hasta aquel recuerdo era feliz y puro. Cancún, San Felipe, Reyes, Calle Siete. Calle Siete, Reyes, San Felipe y Cancún. Tras casi dos horas leyendo las mismas calles una y otra vez fue ella -siempre era ella- la que le dijo que estaban dando vueltas como imbéciles. Y él se rió, porque siempre le hacía reír, y el enfado se esfumó. Años más tarde seguían recitando como un mantra aquella sucesión de calles mexicanas cuando buscaban aparcamiento. Cancún, San Felipe, Rey... ¡Ahí tienes un hueco!

De México volvieron con afición por la salsa picante, con un ritual para aparcar el coche y con el total y absoluto convencimiento de que el Día de los Muertos era la festividad más hermosa que jamás habían visto. Ella rimaba calaveritas al compás de la guitarra cada 1 de noviembre; y aunque nunca fueron católicos, y ambos detestaban el cementerio, rendían culto particular a sus propios muertos, con fotos y flores. Cantaban rancheras, lloraban y bebían tequila y así se sentían cerca de sus seres queridos. Siempre pensaron que ellos, allá donde estuvieran, les agradecían honrarles desde el corazón.

Él lo seguía creyendo, más que nunca.

Aquel día, el recuerdo feliz y distraído acudió temprano y se quedó poco tiempo. Pronto acudió a su vera el recuerdo triste. La garra helada parecía más fuerte que nunca, más tenaz. Intentó aferrarse a la caricia de sus manos pequeñas, intentó notar el callo de su índice. México lindo y querido, trató de cantar. Pero sus labios no se abrieron. Cancún, San Felipe, rima una calaverita para mi, Macorina, deme no más ese tequila, patrona. Patrona, intentó sonreír. Patrona era como le decía cuando ella se enfadaba. Patrona, no me regañe más. La sonrisa no salía. Notó de nuevo el llanto fluir. Amargo, saliendo de sus ojos que no se abrían. Que no podía abrir...

¿Sabes, pepino de mar? - Ella, su voz, triste y llorosa. -

En mi alegría, cuando eres mío, te quiero.

Los acordes de su guitarra, desafinados y torpes.

Cuando me besas, en tus tristezas, te quiero.

Él suspiró, suspiró de verdad. Desde el pecho, desde lo más profundo de su alma. Y por fin abrió los ojos. Uno de noviembre. En su casa, ella, tan hermosa como siempre contemplaba una foto de ambos. En una mesa descansaban dos vasos de tequila -uno medio vacío- y multitud de flores.

Cuando me sientes y me consientes, te quiero.

Yo también te quiero

Ella dejó un instante de cantar y sintió un susurro, un eco, una caricía. Sonrió, se secó las lágrimas. Tomó un buen sorbo de tequila y volvió a coger la guitarra.

Cuando no estás, cuando te vas, te quiero.

Autor: Maese Threepwood