Lo recuerdo como si fuera ayer. Aquella tarde de sábado del verano de 1988 esperaba, sentado en mi sofá, a que la cinta terminara de rebobinarse. Mientras tanto, daba buena cuenta del bocadillo de mantequilla con chocolate (cuatro miserables onzas distribuidas sobre una enorme extensión de pan) que acostumbraba a ser una de nuestras más apreciadas meriendas. Qué poco podía imaginar que estaba a punto de sufrir una de las experiencias más traumáticas de mi recién estrenada adolescencia.